Año de nuestro Señor 1202, Hampshire.

No esperaba visitas aquella noche, ni mucho menos por parte de él; yo mismo me había propuesto evitarle, teniendo en cuenta que para Gabriel, salir del monasterio a aquellas horas resultaría cuanto menos sospechoso. Y sus superiores eran muy exigentes con las reglas que regían en la hermandad religiosa si bien los novicios jóvenes renegaban de la obediencia tanto o más que de la propia guerra.

Y allí estaba, observándome. Y yo a él. Y si hubo algún día en que decidí olvidar esos ojos oscuros, esa boca tan apetecible, fue una jornada en la que no estuve muy acertado en mis decisiones. Lo reconozco; pero no me avergüenzo por ello, no reniego de esta pasión que me consume, como tampoco pediré perdón jamás a Gabriel por desvirgarle aun cuando él mismo me lo estaba pidiendo a gritos silenciosos.

– Buenas noches, Ciarán... – Susurró. Su capucha de monje estaba empapada a causa de la lluvia y sus vestimentas se pegaban, húmedas, a su cuerpo, marcando cada menuda curva, cada rincón de ese cuerpo consagrado a Dios. No era justo que sólo éste pudiera gozar de su compañía.

– Ah, hola, hermano Gabriel... Qué raro verle por aquí; sois bienvenido igualmente, que lo sepáis. ¿Cómo estáis? – Le pregunté, conteniendo mis ganas de arrojarme sobre él y desnudarle en la oscuridad; supongo que mi húmeda mirada lo hizo incomodarse.

– Bien, bien... – Carraspeó; luego se puso más serio. – No sé, estaba en mi aposento y...No podía dormir; intenté rezar en la catedral y... tampoco pude. Sin saber cómo, he salido a pasear un poco y... Bueno... Tampoco sé por qué estoy ahora aquí; el caso es que presiento que debemos hablar, ¿sabes?

Bien sabía yo de qué quería hablar: del beso furtivo que el día anterior le había plantado en la boca sin previo aviso, mientras conversábamos, después de sus oficios diurnos.

– Supongo que del beso, ¿no? Me parece bien, sí; tengo bastante que aclararle, hermano. Será mejor que pase, no me gustaría presumir de mala hospitalidad; venga, entre.

Mi amado monje esbozó una pequeña sonrisa y franqueó la entrada, pasando frente a mí; el olor de la tormenta se mezclaba con el salado efluvio del sudor de su frente y todo esto, sin saber por qué, me excitó lo suficiente para saber que no dejaría escapar al monje; al menos, no hasta que lo hubiese tocado, hasta que no probara sus aromas más íntimos, hasta que no lo viera gemir al son de mis movimientos, independientemente de si él mismo lo deseaba, como si no.

Atranqué la puerta; no saldría de allí. Me tranquilicé y acudí a su encuentro.

– Acepto tus disculpas, Ciarán; me di cuenta de que no lo hacías con mala intención. No pasa nada, de verdad. Ya verás como todo queda olvidado... – Me aseguró Gabriel con una mueca de tranquilidad, sentado en una vieja silla. Yo, apoyado en la mesa, maldije su santa inocencia y su inexperta mente en asuntos amorosos al tiempo que posaba mi mirada sobre el catre de la esquina.

– Hermano, ¿cómo lleváis la castidad? – Inquirí de sopetón; la sangre fluía, ardiendo, en mi boca.

– ¿Perdón?...

– Me refiero a cómo os sienta la decencia, el decoro, mantener una vida tan religiosamente pura. Sois muy joven, hermano Gabriel, me resulta difícil imaginar la vida de un joven sin otra compañía que la de un Dios presente sólo en espíritu, y no en cuerpo... ¿No sentís a veces el deseo de...?

– ¡¡Cállate, Ciarán!! – Gabriel enarcó una ceja, visiblemente incómodo. – Debo decir que, aunque lo sintiera, no podría consumar ningún acto que violase mi código de conducta. Célibe soy y lo seré por toda la eternidad.

– Me cuesta aceptar eso, perdonadme.

Mi monje quedó en silencio; y yo también. Por momentos sentí el apremiante anhelo de gritarle que le deseaba, que quería que fuese mío, que no lo dejaría marchar hasta que hubiera yacido conmigo y me hiciese todas las cosas que yo quería que hiciera.

Su cuerpo, quería sentirlo. Quería poseer de nuevo a un virgen, romper sus castas alas, penetrar en su interior y no dejar ni un solo rincón sin llenarlo de mí. Jadear en su boca, dejar que sus caderas ardieran sobre mi pecho, que su respiración entrecortada me excitase para seguir adelante, para llevarlo hasta el éxtasis. Dios, lo quería todo para mí; y él parecía no darse cuenta de cuánto yo lo necesitaba a mi lado aquella noche.

Sus bellos ojos almendrados me observaban con toda la pureza del mundo y yo me dejaba arrobar por ellos. Resultaba curioso verle en mi morada, en la morada de un hombre de campo maduro y adulto, de treinta años; él desentonaba en toda aquella atmósfera austera. Era un joven de Dios, consagrado a él.

Podría haberme limitado a violarle en el suelo, a consumar mis depravados deseos. Pero sería demasiado frío, demasiado gélido para un alma que buscaba la pasión en la otra persona. No, debía buscar un método para ir preparando el camino. Además, no quería que mi amado monje jadeara de dolor, sino de placer y descubriera el calor de su propio cuerpo sacudiéndose empapado bajo el mío.

Con todo, fue él mismo quién buscó mi declaración.

– Dime, Ciarán, ¿es que acaso me aprecias? ¿Me quieres o algo por el estilo?

– No; yo sólo os deseo desesperadamente y esta apetencia me está matando por dentro. – Respondí con tranquilidad fingida, a pesar de que en mi interior hervían diferentes sensaciones.

– ¿Me hablas de deseo? No me hagas reír; sabes que para mí está prohibido...

– Sé que es prohibido; y por eso mismo me sois tan apasionante, hermano. Es la misma prohibición la que me lleva a desearos todavía con más fuerza, ¿no lo entendéis? He perdido la conciencia de la perversión; la depravación para mí no existe teniendo frente a mí a un ángel tan puro como vos... No voy a decir que mi corazón late por vos, sino que mi cuerpo entero vive para que lo colméis con el vuestro propio...

– Eso es pecado contra natura, Ciarán... – Susurró Gabriel, sin parecer escandalizado. – Yo no puedo...

– Sí que podéis, hermano; dejadme enseñároslo...

– No puedo, Ciarán.

– Pero sé que queréis hacerlo, hermano mío. – Lo incité con un suave balbuceo en su oreja izquierda; lo sentí estremecerse con ligereza al contacto de mis labios contra su piel y busqué sus dos manos, que permanecían frías y húmedas, aún había en ellas algo de la tormenta que tenía lugar allá afuera.

Me las llevé a la boca y se las besé arrebatadoramente, como si mi vida fuese en ello. Luego lo miré a los ojos y encontré en ellos recelo y duda, debatiéndose en él sus dos deseos: el de yacer conmigo y el de guardar lealtad a su Señor de los Cielos.

– No quiero perderla... No; mi virginidad es sagrada, Ciarán... No sigas, por favor, me quiero ir. ¡No!

Pero yo ya no le oía. Obligándole a levantarse, lo abracé con fuerza, apretándolo contra mi cuerpo, que ya no respondía ni a mi propia mente ni a las súplicas del monje; ardía con fuerza y las protestas del joven no hacía sino potenciar mi afán por llegar hasta el final. Él se negó con vehemencia, profiriendo un conjunto de advertencias contra mí. Su voz era dulce melodía en mis oídos, aunque molestaba.

Sólo encontré una forma de hacerle callar.

Junté mis anhelantes labios con los suyos y los moví con fuerza insólita, con ritmo voluptuoso sobre los de Gabriel, que no estaban acostumbrados a aquellos movimientos tan vehementes. Todavía no realicé ningún otra sacudida más que le propiné una pequeña dentellada en el labio inferior, hundiendo mis dientes lo suficiente para atraer esa comisura tan deliciosa hacia mí. Gimió de dolor y se retorció, cada vez con menos fuerza, en mis brazos, que lo sujetaban con tenacidad. Pero en el fondo, supe que le gustaba; que si sólo se negaba era por respeto, vergüenza y miedo hacia la autoridad del Dios a quien servía. Supe que tenía miedo de avivarse, más que nada porque era reacio a perder el control de sí mismo.

Volví a besarlo, volví a agitar mi boca con violencia ciega, sediento de placer, jadeando para mis adentros y comprobando cómo mi joven monje religioso oponía cada vez menos resistencia. Hice la prueba de introducir mi lengua; palpé su interior casi con demencia, cada rincón, cada resquicio sin pausa ni demora. Esa cavidad húmeda me volvía loco y más todavía el reticente músculo cálido que se negaba a fraternizar con el mío; lo obligué a ello y tras unas apasionadas caricias, lo mordí con fogosidad decenas de veces y comencé a jugar con él. Era un juego ardiente, del que Gabriel apenas tomaba parte al estar todavía gozando de mi experimentada lengua y mis dientes cerrándose contra la suya una vez tras otra, aspirándola con gran deseo hacia mi propia cavidad.

Su lengua entonces encontró la mía y, para sorpresa de ambos, no quiso abandonarla. Gabriel la hundió en la profundidad de mi boca y la movió en círculos de forma vertiginosa, parecía que había nacido para ello, cada vez más rápido y más profundo; eran ahora sus manos las que recorrían mi espalda y se paraban en mis cabellos. Las mías hacía rato que habían dejado de sujetarlo y ahora las mantenía en los pómulos del joven, obligándole a que me continuara besando. Y lo hizo, hasta que los dos no pudimos más y nos separamos, jadeando.

Me miró con una mirada cargada de arrebato; sus labios brillaban, húmedos y deliciosos cuando los volví a mordiscar una vez más.

– ¿Os ha gustado, hermano mío?

– No me preguntes eso, Ciarán. – Respondió Gabriel ruborizándose. – Sabes que sí.

– Pues esto os gustará mucho más... Venid, hermano Gabriel, ya no aguanto más...

Esbozó una mueca de confusión y quiso escapar, propinándome algunos golpes; pero esto no hizo sino excitarme más. Lo empujé brutalmente contra el catre y cayó de espaldas, profiriendo unos leves gemidos; había lágrimas en sus ojos. Al principio puso oposición cuando me arrojé sobre él y lo empecé a desvestir con violencia irrefrenable, ansiando profanarlo, ansiando besar su joven miembro. Poco después vio que no tenía nada que hacer, que yo lo dominaba y se dejó hacer, resignado. Rasgué la túnica de su hermandad, que se rompió con una facilidad innata y reveló el cuerpo más maravilloso del mundo, el más incorrupto, pudoroso y por tanto, apetitoso.

Durante unos instantes lo observé entero. Mis ojos ardían.

–No, Ciarán; no me mires así, te lo ruego... Déjame marchar... – El monje lloraba abiertamente.

Me fijé entonces en su pene, esa parte tan viva. Éste era muchísimo más pequeño que el mío, parecía más suave y la sola idea de ser yo el primero que lo acariciara me embelesó. Reposaba en la entrepierna, todavía tranquilo y sin levantarse, muy delicado, apetecible. Ansié acariciarlo con mi lengua, abarcarlo dentro mi boca y morderlo. El resto del cuerpo, de un tono sonrosado también me gustó sobremanera. Los pezones eran diminutos y más coloreados que el resto del torso y la zona púbica aparecía poblada de un vello anaranjado, bastante inusual en aquella parte de Inglaterra, en donde todos éramos morenos o rubios. Gabriel era sencillamente perfecto; y estaba todo para mí.

– Dios, hermano Gabriel... Os deseo, os deseo... No quiero dejaros marchar...

Cerré mi boca sobre uno de sus pezones, consiguiendo que éste se irguiera con lentitud mientras con la otra mano acariciaba el restante, frío y apagado; estaba consiguiendo que el monje se excitase a pesar de que éste intentaba por todos los medios no hacerlo. Era una sensación maravillosa verlo luchar contra sus creencias; aquello no era una violación y él lo sabía pese a que se obcecaba en hacerse creer a sí mismo que lo era.

– No sigas, por favor... No, Ciarán...¡Ciarán!

Sé que le gustaba; sé que quería más. Si no, no hubiera gemido como lo hizo en aquel momento, abriendo los ojos con sorpresa ante sus propios jadeos guturales que nacían de un interior excitado. Gemidos cortos y repetitivos, apenas audibles que acompañaban mis movimientos. Mi lengua fustigaba, anhelante, el pezón de mi compañero sin pausa, mordisqueándolo, acariciándolo y descargando sobre él toda la pasión que pude reunir. Sentí su calidez y humedad contra mi boca, el sudor de su torso convulsionándose bajo el mío. Aquella diminuta protuberancia hizo mis delicias durante unos instantes más hasta que decidí hacer lo mismo con el otro, hasta que las piernas de Gabriel comenzaron a arquearse debajo de las mías, preso de un placer casi palpable que me contagió. Seguía sin querer aceptar lo que yo hacía; intentaba reprimir sus jadeos pese a que le resultaba más bien imposible.

– Oh, Ciarán... De verdad, no continues... No puedo más... No... No quiero, Ciarán... Ah... ¡Ah!

– Sé que os gusta, hermano... ¿Acaso no veis cómo gimoteáis de placer? – Inquirí descargando mi boca sobre su torso, rítmica e imparable; quería que jadeara más fuerte, que desfalleciera de delicia, que pidiera más, que yo lo destrozara.

– No... Oh, no; suéltame... Ah... Ugh... Deja de hacer eso, te lo suplico... Ah... Dios... Di... ¡Ahh!...

Sus frases eran un conjunto de expresiones inconexas mezcladas con jadeos. Supongo que él mismo era consciente de su miembro, que comenzaba a erguirse entre mis piernas de una manera imparable, palpándolas involuntariamente con su ardiente rigidez, como si quisieran provocarme al clavarse en aquella zona mía tan sensible. Quise recibirle, separar mis nalgas y aceptarlo en mi interior, que me penetrara con violencia y hasta el fondo y se zarandeara, convulso, haciéndome perder de vista la habitación; pero sabía que aún era pronto y además, quería un poco de delicia para mí también.

– Sé que queréis hacerlo, hermano Gabriel... Queréis sentirlo, lo sé... Os adoro tanto... Quiero entrar en vos, maldita sea; es un placer incomparable... Quiero poseeros, hermano... Sois tan cálido...

– No, pero debo ser casto... Te lo suplico... Uhg... Dios… Esto está mal… ¡Ah... Ahhh!

Volvió a gemir, cerrando los ojos, y estirando el cuello; abrió la boca y entreví las comisuras de sus labios, curvadas, como si fuera imposible cerrarlas. Su cuerpo entero se volvió húmedo y pegajoso, profusas gotas de sudor perlaban su frente. Su pene seguía alzándose sin pausa y el mío también comenzaba a hacerlo dentro de mis calzas; en contacto de ambas protuberancias fue cálida y preciosa. Friccioné mi cuerpo contra el suyo y él recibió el movimiento con más humedad.

Deslicé luego mis manos hacia abajo, colándolas por detrás y advirtiendo la firmeza de sus dos menudas nalgas que temblaban de miedo, reacias a separarse. Acaricié a la fuerza, durante unos instantes, una diminuta abertura entre ambas eminencias, viendo el rostro de Gabriel que reflejaba un profundo placer. No quise forzarlo de momento a ello, aunque me hubiera gustado hacerlo.

No hizo ningún movimiento de querer levantarse por lo que deduje que podía confiar en él y me separé, quitándome entonces la ropa para intentar que Gabriel se excitase con mi visión. Pero permanecía con los ojos cerrados todavía, jadeando; sus pezones erectos subían y bajaban rítmicamente. Se los acaricié y mordisqueé durante unos instantes mientras observaba mi propia erección en mi imponente miembro, luchando por encontrar la pequeña caverna de Gabriel en la que sacudirse en la que hacerse notar y descargar su cálido y pegajoso contenido. Cuando ya estaba totalmente desnudo, me arrodillé a los pies de la cama, e hice un esfuerzo sobrehumano para separar sus finos y blandos muslos con violencia; el no quería, se negaba con tenacidad pero yo era más fuerte y mis deseos primaban sobre los suyos; me concentré en su menudo sexo, un poco erguido por encima de la entrepierna anaranjada, apetitoso y casto. No me anduve con delicadezas y lo aferré con una mano, sacudiéndolo sin la menor contemplación, con impulso y ritmo, masturbándolo intensamente y con energía, queriendo sentir su placer.

Gabriel se removió entonces sobre el catre.

– ¡No, Ciarán! Déjame... Oh, Dios, esto no está bien...Oh... Oh, Dios...¡Ah, oh!…Ugh… – Gimió con mucha viveza. Comenzó a llamarme inconscientemente. – Ah... Ciarán; oh... Ciarán; ah, sí... Ugh... No puedo... no puedo más... Ciarán...

Su pene se volvió cálido, muy cálido, entre mis dedos; parecía latir en consonancia con sus ahogos roncos y sus caderas sufriendo espasmos impulsivos, golpeándose contra mi rostro, sintiendo mi embriagadora fogosidad. No supo donde aferrarse y retorció una de sus manos entre las sábanas, al tiempo que yo tocaba con mi boca húmeda sus genitales, ya incitados y estimulados, y movía mis labios suavemente dentro de aquella zona, acariciándolos y besándoselos sin poder parar, sintiendo cómo se erizaba el vello íntimo de Gabriel y cómo éste respondía a mis atrevimientos; sé que le gustaba y que lo estaba sintiendo perfectamente.

Su otra mano se enterró en mis cabellos y la revolvió.

–Ah, Ciarán... Ciarán... –Me seguía llamando. Yo continué mimando con arrobo sus genitales, demasiado embelesado para medir el grado de fogosidad del joven. Me encandiló con sus manifestaciones de placer.– Oh...Ugh... Dios, no sigas... No... ¡Ah, sí... ahhh! Ciarán, Dios... Oh, Ciarán... Agh... Sí... Sí... Ah, sí...

Enterré mi rostro en aquella zona una vez tras otra, aspirando ese olor tan íntimo, sintiéndome flotar de excitación y creyendo morir allí mismo. Olía fuerte y profundo; pero era el aroma de mi deseado Gabriel, perfecto y delicioso; inhalé con pasión. Coloqué luego mis manos a ambos lados de la cadera de Gabriel y durante los siguientes instantes, me dediqué a hacer que la erección del monje aumentase con violencia pese a sus reticencias, usando mi experimentada lengua.

Su pene al tacto era tal y como lo había imaginado, suave y terso dentro de mi boca. Lo abarqué todo dentro de ella, jugueteando con él y zarandeándolo de un lado hacia el otro. Se levantó con rapidez; supongo que ni Gabriel ni su cuerpo estaban preparados para tal descarga de placer, apenas sí lo habían sentido durante su adolescencia pura y por ello, sus respuestas eran rápidas y complacientes. Muy complacientes. Supe que jamás Gabriel había experimentado una masturbación como yo se la estaba proporcionando, que su húmedo cuerpo lo confundía sobremanera al querer continuar con el coito pese a su mente de religioso que le recordaba que aquello no estaba bien.

Su miembro aumentó de tamaño, se inflamó deliciosamente, luego de habérselo mordisqueado con tenacidad, haciendo especial hincapié en el menudo glande que tanto me gustaba. Lo convertí en esclavo, lo acaricié innumerables veces, lo hice mío y le obligué a Gabriel a gemir mientras esa parte se perdía entre mis dientes. Intenté tragármelo hacia dentro, hacia el final de mi boca; Gabriel no pudo más y me golpeó con mucha violencia, su pubis contra mi rostro, excitado.

Poco después me volví a tumbar sobre el cuerpo de mi monje, apreciando cómo su pene se clavaba con fuerza en mi piel, cómo me quemaba las entrañas son su rígida textura. De sus ojos emanaba un pequeño riachuelo de lágrimas.

Cubrí su cuello y rostro con millones de besos apasionados en tanto sus manos danzaron por toda mi espalda y se pararon en mis nalgas. Creo que no fue consciente de una de sus manos, que comenzó a acariciarme de forma torpe mi entrepierna; cerré los ojos y me invadió una extraña sensación, como si, de repente, fuera yo la víctima y él, mi acosador.

Ya no hablaba; sólo gemía y jadeaba de forma acusadora, profunda.

– ¿Queréis proporcionarme placer, hermano Gabriel? – Susurré.

– No puedo más, Ciarán... Ugh... Esto es pecado...Dios...Ah...

Sonreí y me levanté ligeramente con ánimo de consumar mi siguiente propósito. El torso de Gabriel me pareció frágil cuando mis nalgas se asentaron sobre él con comodidad; el monje ahogó un gemido de negación, entendiendo cuál era mi deseo pero yo me revolví en su pecho, sacudiéndome cadenciosamente, liberando mi calidez sobre sus pezones y vientre sin pausa. Mi enorme pene estaba cerca de su boca, muy cerca; si el monje hubiera alargado la lengua, lo hubiera acariciado. Pero Gabriel seguía sollozando, sin querer llegar hasta el final a pesar de su excitación; era demasiado tarde para ello. Gemí de gozo mientras me imploraba.

– No quiero... No me obligues a ello; no quiero, Ciarán... Ah... – Lo hice callar, inclinándome hacia delante mientras jadeaba. Para no querer masturbarme o seguir adelante, su boca aceptó con una pasión incomparable mi entrepierna y sentí sus fluidos resbalando entre mis genitales y su ardiente respiración erizando todo mi vello. Su lengua comenzó, tímida, a explorar aquella parte que se impulsaba contra ella excitadamente. Lo obligué a enterrar su boca y mentón en la profundidad de mi zona íntima cubierta de vello moreno, mi sexo y no dejé de inclinarme hacia delante.

Sentí sus labios entre mis genitales. Me volví loco y empujé otra vez hacia él.

– No os creo, maldita sea... Vamos, sé que queréis... Ugh... Así, muy bien; así... Ah... No tengáis vergüenza... Más, más aden.... Oh, si... Ah...

Inicié una serie de voluptuosos movimientos sobre su pecho, a cada cual más violento y más fuerte que el anterior, más y más indomables conforme el monje daba rienda suelta a su instinto. Sé también que Gabriel disfrutaba con ellos, aún estando él afanado en su tarea. Gemí como hacía tiempo no lo había hecho, percibiendo cada centímetro de esa lengua incorrupta y húmeda enterrada en mi entrepierna, palpando cada curva, cada rincón; parecía un muchacho hambriento de sensualidad y en aquel momento supe que estaba buscando el erotismo, buscaba complacerme.

Jadeé sobre él. Mi entrepierna le pertenecía literalmente y dejé que la hostigara con sus dientes, que la forzara con violencia, que la mordiese entera, que la hiciese suya pues la excitación que me recorría amenazaba con volverme loco. Ahogué un grito; se estremeció mi mente. Me incliné hacia delante, y él gimió, enterrando su rostro de nuevo entre mi vello moreno, empapándolo con su húmedo aliento que ardía en mis genitales. Tanto placer me estaba dejando exhausto.

Profanó mis partes íntimas con su apetito y yo me sentí bastante satisfecho. Aquel monje estaba descubriendo su propia lascivia interior.

Sus castos labios perdieron la decencia cuando se movían sin pausa en aquella zona tan sensible.

Pasados unos instantes, comenzó a palpar con suavidad mi pene, todavía no demasiado erecto y se habituó con lentitud a su textura y gigantesco tamaño; era mucho más grande que el suyo y su minúscula boca se movió incómoda por toda la superficie, sin saber muy bien qué hacer o por dónde empezar. Era adorable, su inexperiencia y recato me volvían loco. Pasó su fina lengua por el glande, parándose allí mucho más tiempo, contagiándose de su calidez, y me hizo sacudir de placer pero no sabía cómo continuar así que tuve que deslizar mi mano y ayudarle. Mi trasero ardían sobre su pecho.

Se dejó hacer, para sorpresa mía. Con un gemido, introduje mi voluminoso miembro entre sus labios con lentitud, entre esas dos comisuras tan suaves y tan ardientes, haciendo que lo acariciara suavemente; fue un movimiento fácil, Gabriel se mostró sumiso, no opuso resistencia y las comisuras de sus labios rozaron la firme piel de mi rigidez con devoción. No paré hasta que no lo introduje casi por completo. Gemí, cerrando los ojos un segundo.

Pensé en un principio que no lo abarcaría debido al tamaño o que se retractaría por vergüenza pero Gabriel me sorprendió de nuevo, aceptando la totalidad de mi pene en su boca menuda. Jadeé sobre el pecho de mi religioso, sacudiendo mis nalgas sobre sus pezones excitados cuando ésta se cerró con precipitación, instantes después, y perdió el control de sí misma y de lo que hacía.

– Oh, si... Sigue, Gabriel, sigue... – Ya no lo trataba como un hermano religioso, sino como un compañero de lecho. – No pares, sigue así... Más profundo, más adentro... Así, así... Ah...

Me agité, convulso pero Gabriel siguió, cada vez más confiado y más apasionado, haciendo que mi pene danzara en su boca, que se enredara deliciosamente con su lengua de una manera demasiado fogosa, demasiado exaltada, incluso para mí, tan poco habituado a que un virgen lo tomara y profanara con tanta pasión. Lo zarandeó, a pesar de su gran tamaño, y lo abarcó con totalidad, disfrutando de él, estoy seguro.

– Ah... Gabriel; hazlo más fuerte… Sí… Hazlo tuyo; muévelo, no pares...

Lo sentí gemir por dentro. La humedad de mi miembro en su cavidad lo estaba matando de delicia.

Pensé que se cansaría enseguida pero sus ojos cerrados y sus labios cerrándose con fuerza, una vez tras otra, sobre mi ahora enorme erección inflamada, me hicieron prever lo contrario. Sus manos se aferraban con fuerza a mis nalgas y me instigaban a que mi cadera no dejara de moverse; la agité hacia él sin pausa, con ritmo de acuerdo a sus deseos y un prolongado gemido se escapó de sus labios mancillados. No paré ni un solo momento. Su cuerpo ardía; su boca también.

Sus dientes se clavaban cada dos por tres sobre la parte enarbolada. Creí morir cuando hizo un esfuerzo y lo succionó con fuerza, intentando tragárselo entero. Lo consiguió en gran medida y otra oleada de locura se sobrevino a este placentero acto. Mi glande vibrara en el fondo de su boca, mi cuerpo entero gemía con humedad pegajosa e intenté aguantar la gran eyaculación que se me venía encima procedente de mi interior. Él pareció vaticinarla y aceptarla, porque comenzó a zarandearlo de forma apasionadísima.

Gemí; no quería que se acabara tan pronto. Palpé su pene con una mano y supe que estaba erecto de igual manera y sentí que era el momento apropiado para consumar la cópula, para penetrarle como quería hasta hacerlo morir. A duras penas conseguí separarme de él, pues nuestros dos cuerpos latían al unísono de nuestra exaltación y eran reacios a alejarse ahora que habían encontrado un momento común a los dos.

De la boca de Gabriel no salían más que gemidos incontrolables; noté cómo me miraba, cómo me estudiaba, intentando adivinar cuál sería mi siguiente movimiento. Sonreí.

– Tu cara es la viva imagen del pecador corrompido... Sí, la viva estampa de un rostro turbado por la pasión y por el deseo, la lujuria y la lascivia...

– Entonces somos dos pecadores, Ciarán... Oh, vamos, viólame ya... ¿No es eso lo que quieres?... Ah... Vamos, tómame con fuerza y violencia, mancilla todo mi interior... ¡Oh!

– Ahora me voy a quedar con tu pureza, Gabriel... Es todo lo que quiero.

Su lengua buscó mi boca por primera vez y la recibí gustosamente, zarandeando mis labios con furia. Gimió de dolor y jadeó, con los ojos casi en blanco. Supe que era el momento.

Lo hice tumbarse boca abajo y coloqué mi pequeño almohadón bajo su cintura, con ánimo de levantar sus nalgas hacia arriba y hacer del momento algo más cómodo para mí. Él quedó en silencio, con la vista fijada en un punto muerto delante de él, esperando mi embestida. Sus pelos estaban pegados a su frente, su cuerpo temblaba: deseo y vergüenza a partes iguales emanaban de ese cuerpo incorrupto que iba a tomar.

Detrás de él, la panorámica me devolvía unas menudas nalgas que separé con avidez. Una caverna cálida y apetecible me esperaba allí, en el centro, como una abertura sagrada en la que yo ansiaba tanto entrar.

Pareció despertar de su sopor y gimió con un ronco sonido cuando introduje un dedo en la abertura; supongo que no se lo esperaba, y distinguí un pequeño deje de dolor que fue apagándose conforme yo lo movía en círculos dentro de él. Comenzó a sollozar ligeramente. Retiré el dedo y lo llevé a su boca, obligándole a que lo humedeciese con su lengua reticente; volví a corromper su cuerpo enterrando la totalidad de mi dedo de nuevo y zarandeándolo en su interior. Sabía que era un poco brusco, pero no podía dejar de hacerlo. Sin previo aviso, lo saqué y mojé en mi boca junto a otro dedo e hice la prueba de meterlos ambos; la abertura se estremeció con mi contacto y comenzó a dilatarse con suavidad a pesar de los lamentos de mi virgen. Volví a humedecerlos, gozando de sus más íntimos fluidos sobre mis dedos; lo penetré de nuevo con ellos.

– Esto... Esto está mal; ahora sí que está mal... Ah... Ugh... – Gimoteó Gabriel. Sus nalgas permanecían húmedas al contacto y la caverna, más grande, pedía a gritos más pasión, más acción.

Saqué e introduje mis dedos de forma vertiginosa una veintena de veces, cada vez más profundo, al ritmo de mi propia excitación; salían y entraban con una facilidad innata ahora que Gabriel estaba comenzando a aceptarlos en su cuerpo, pese a que seguía resistiéndose. Gimió y yo le acompañé en sus gemidos, mientras deslizaba mi mano hacia su entrepierna y me abrasaba con el contacto de un miembro totalmente vertical que latía con demasiada fuerza contra las sábanas. Lo sacudí un par de veces, masturbándolo y haciendo que Gabriel se derritiera de la delicia; le obligué a que alzase sus nalgas un poco más; luego me concentré en su desplegada abertura.

– Te amo, Gabriel... Oh, Dios, te deseo entero para mí... Te amo...

– Ah... Ciarán, no... No hagas eso... Dios, no... Oh... – Me advirtió en su marea de placer mi amado monje, en el momento en que introduje mi lengua en la oquedad con fuerza, todo lo que fui capaz y palpé su interior húmedo de forma insistente. Una riada de sensaciones recorrió cada rincón de mi ser e intenté transmitírselo a Gabriel con mis movimientos; él tiritaba, su piel mojada resbalaba bajo la mía, se estremecía bajo mi gran cuerpo notando cómo mi propio miembro rozaba la parte posterior de sus piernas, que también temblaban. Sus fluidos íntimos acudieron a mi músculo húmedo.

Me pareció adorable. Un precioso joven de diecisiete años, de tez clara y pelo anaranjado que gemía en mi lecho, que se excitaba con mi cuerpo; aunque hubiera profanado ese interior miles de veces, él seguiría siendo puro, pues era inocente e ingenuo. Y era quizás esto, junto al hecho de mostrarse tan apasionado para conmigo, lo que me estimulaba en gran medida.

– No tiembles... No te dolerá; te gustará, ya verás... – Le susurré al oído, montándome sobre su espalda; mi pene quería explotar ya, pugnaba por introducirse en Gabriel y aún no había profanado ningún lugar santo, más que la boca de éste.

– Ah... Tengo frío, Ciarán... Sólo es eso... – Me tranquilizó. La verdad es que la lumbre de la chimenea era muy pequeña y la tormenta seguía desarrollándose en el interior; su piel brillaba húmeda a causa del sudor. Todo su ser tiritaba.

– Verás como ahora consigo quitarte ese frío... Ah, Gabriel... Te deseo, te amo; no te dejaré marchar nunca... Concéntrate en mí, Gabriel; no pienses en nada más. Quiero que mueras de placer...

–Ah...Ugh...

Gimió deliciosamente, con esos labios carmesíes vibrando de pasión.

Entonces me separe de él, me incorporé un poco y me situé detrás de sus nalgas. Enaltecidas sobre las piernas, me ajusté a su altura y coloqué mis manos en ellas, agarrándolas y acariciándoselas con deseo, mientras respiraba entrecortadamente. Las fijé delante de mí y me incliné hacia delante, lo suficiente como para permitir que mi gran sexo navegara en ese lugar tan íntimo a la deriva.

Lo agité allí durante unos instantes, palpando la piel y dejando que Gabriel se hiciese a la idea de que algo tan erguido y voluminoso iba a entrar en su interior momentos después.

Quizás le doliera; la verdad es que me parecía muy vasto y corpulento como para penetrar en su abertura dilatada sin causarle dolor. Pero yo mismo había aprendido que lo que comienza con dolor, culmina en el más placentero orgasmo.

Ya no podía más; acerqué mi cuerpo ardiente hacia el suyo, impoluto.

Fue algo instintivo, a pesar de que llevaba sin hacerlo varios meses, desde que mi anterior pareja se había cansado de mí. Algo por lo que había suspirado durante las últimas semanas, desde que los ojos de Gabriel se habían posado sobre los míos, incitándome sin darse cuenta.

Me acoplé a sus blancas nalgas; mi pene encontró su camino por sí sólo en los confines de ese cuerpo que ahora me esperaba ansioso. Lo sentí abrirse paso en una pequeña abertura, lentamente; Gabriel se estremeció, lanzando un sonoro jadeo al aire y ya casi sin poder controlarme, cabalgué sobre él y empujé con fuerza hacia su espalda, ansiando introducir la totalidad de mi miembro en ella.

El monje gimió de dolor, pero no dijo nada. Profusas lágrimas escapaban de sus ojos pero poco me importó. Embestí de nuevo, esta vez de una forma más brusca que la anterior mientras jadeaba sobre Gabriel, elevando mi mirada hasta el techo y cerrando los ojos, concentrándome sólo en la sensación de mi pene violento profanando por fin la cálida abertura que me abrazaba con pasión.

El cuerpo de mi deseado religioso tardó bastantes instantes en adaptarse a la situación y se estremeció sin ritmo bajo mi vientre. No seguía mis movimientos, ni mis jadeos y eso no me agradó demasiado pues presentí que algo no iba todo lo bien que tenía que ir.

– No... No tan fuerte... ¡Agh! – Se lamentó. Pensé en colocarme más pegado a él. Y procedí.

Llevé uno de mis depravados dedos a su boca y la encontré ardiendo, con una lengua fraternal que lo humedeció y lo estuvo acariciando con los labios, mientras yo me ajustaba sobre él de tal forma que mi cuerpo quedó casi pegado al suyo, con excepción de mi rigidez que no podía introducirse más en la abertura. No me resigné y aunque Gabriel lloraba ya abiertamente y con una mueca de dolor, volví a empujar, esta vez con suavidad, atrayendo los firmes muslos desnudos del monje hacia los míos, electrizados a causa del placer.

Esta vez lo pude introducir, completo. Y fue una sensación increíble la que sentí, con sus nalgas ligadas a mi entrepierna, que intentaba clavarse más y más en su interior. Su espalda se arqueó hacia arriba y me acomodé sobre ella, todavía manteniendo sus muslos fijos a mi cuerpo vehemente. Y comencé a arremeter contra él, de forma rítmica, haciendo que mi pene encajara en su abertura, haciendo que nuestros cuerpos conectaran de forma fanática y violenta.

Gabriel se resignó desde su posición y me dejó hacer a mi aire, dejó que cabalgara sobre él satisfaciendo mis corrompidos deseos, dejó que le penetrara una vez tras otra sin pausa, pero no tomó parte activa en el acto, ni siquiera cuando sus elevados y sublimes gemidos sobresalían por encima de los míos. Ya no eran de dolor y esto me estimuló a seguir empujando, cada vez más profundo, más fuerte, más potente.

Lo obligué a ponerse a cuatro, más elevado, después de haber sacado mi pene de su interior con rapidez. Él me obedeció; me acoplé poco después a sus nalgas, le penetré de nuevo y seguí empujando. Una de mis manos acudió al encuentro de su menuda protuberancia ardiente y empinada y comencé a friccionársela con fuerza lo que causó una explosión de húmedos jadeos provenientes de Gabriel. Lo masturbé con fuerza al ritmo de mis sacudidas sobre su cuerpo desnudo; su miembro se enarboló al máximo. Y entonces, luego de haberlo llevado hasta un estado de excitación que él mismo jamás hubiera imaginado, conseguí que se acomodara a mis sacudidas y que comenzara él también a estremecerse bajo mi cuerpo, al violento ritmo que yo le imponía y que él parecía estar aceptando.

Éramos uno sólo, un solo hombre jadeando, un solo hombre creyendo morir de placer.

– Oh, sí... Ciarán... No pares, no pares jamás... Sigue, sigue... Ah... Ugh... – Gimió con ambos ojos cerrados.

Inicié entonces una serie de apasionadas embestidas y él las recibió con agrado, emitiendo unos extraños ahogos que sonaban profundos desde lo más hondo de su ser. Se adaptó a la rigidez de mi miembro zarandeándose sin tregua en su interior y comenzó a arquear su espalda de forma mucho más acusada y hacia abajo, elevando la cabeza y sacudiéndola, como si no pudiera más.

Él mismo fue consciente de los últimos momentos del coito y se revolvió entre mis piernas, deseando que aquello no se acabara jamás; yo también ansiaba seguir penetrándole eternamente pero sentía cómo mi miembro, alzado como hacía tiempo no había estado, comenzaba a volverse demasiado loco como para poder controlarlo y me sobrevino una sensación de cálida humedad que nacía desde mi parte más íntima. Creo que Gabriel lo vio venir y comenzó a hervir de furia ciega e irrefrenable mientras jadeaba, disfrutando de aquellos últimos instantes.

Ahogué un chillido gutural previo al éxtasis.

– Más... Más... Ciarán... Te siento... – Balbuceó Gabriel, colmado de gozo. – Te siento latir dentro de mí... ¡Ah! Es... Es enorme; más adentro, sí. Empuja más. Ah... No dejes de apretar; más fuerte...– Me dijo con una pequeña sonrisa. Supongo que se refería a mi gran miembro viril, del que siempre había estado orgulloso y el cual se había abierto paso en su interior, destrozándolo con ansia, apetito y haciéndolo notar. – Más adentro... Ah... Es gigantesco, me encanta... ¡Oh, Dios!

Me pegué todo lo que fue posible a él y descargué otra oleada de embestidas.

Empezó a repetir mi nombre de forma frenética, sin pausa, cada vez que yo empujaba hacia dentro y mi pene explotaba de puro placer, como un manantial salvaje y puro. Seguí cabalgando, cada vez más excitado, sin parar y mi fogoso semen salpicó la abertura de Gabriel, la profunda cueva profanada. Él gimió y se convulsionó con demasiada furia, como si quisiera más por parte mía. Accedí a sus deseos y aún cuando mi propio fluido resbalaba por mis muslos, no cedí en mi empeño de transportarlo hasta el éxtasis más vertiginoso y continué encajando mi miembro una y otra vez.

Lo sacaba y lo introducía una vez tras otra, como había hecho con mis dedos. La abertura estaba ahora dilatada al máximo y aprecié la creciente sensación de jadear sin medida, de perder el mundo de vista, de llegar a la exaltación más placentera del coito. Ahora podía penetrarlo con facilidad; cada vez más hondo, más profundo, como él quería.

Fue maravilloso eyacular dentro de él porque por fin me di cuenta de que ambos habíamos comenzado a gemir en medio de un orgasmo compartido; yo no me había dado cuenta pero habíamos acabado como dos bestias hermanadas, como dos cuerpos acoplados de tal forma electrizante que uno no podía seguir sin los movimientos del otro. En este caso, yo proporcionaba un placer incomparable a Gabriel y él hacía que sus nalgas se zarandeasen de abajo a arriba volviéndome loco, haciendo que mi ansia por introducir mi pene cada vez más profundo lo destrozara a él mismo.

Al final no pude más, me podía el rendimiento. Pero hice acopio de fuerzas, ya que tanto él como yo lo estábamos deseando y me abalancé sobre él con toda la fuerza que pude, agarré sus dos nalgas y lo penetré con una violencia que se vio correspondida con sublimes ahogos por parte de él.

– ¡Oh, Dios...! – Gritó, mirando hacia el techo con todos sus cabellos anaranjados sudados a causa de la inconmensurable excitación que alojaba en su interior y que yo le proporcionaba.

Dejó de sostenerse sobre sus brazos y dio con todo su cuerpo en las sábanas del catre. Me vi obligado a retirar mi miembro de su abertura y experimenté una sensación de pérdida.

El semen rezumaba en grandes cantidades por el orificio dilatado. La estampa me provocó sobremanera.

Se sacudió y me llamó. Le di la vuelta y se quedó acostado boca arriba. Me miró con los ojos entrecerrados y unos labios encarnados. Allí, tendido sobre mi catre, lo encontré deliciosamente bello y sentí cómo su pequeña eminencia erecta latía y me llamaba también. Acudí a su encuentro en el preciso instante en que comenzaban sus fluidos a manar sin pausa; mientras él gemía, yo los recibía en mi boca, como un apetitoso manjar que hacía tiempo no había saboreado. Sus preciosos muslos atraparon mi rostro con fuerza y sus dos menudas manos revolvieron mis cabellos con ternura. Jadeó de gusto mientras yo tragaba con brío y disfrutaba de ese fluido tan íntimo y personal en mi boca, además de la textura de su miembro erecto, que tan loco me volvía; era el primero que gozaba de él y me sentí afortunado.

– Oh, Ciarán... Estás ardiendo... – Susurró mi amado monje, tumbado y jadeante.

Una vez hube ingerido el sagrado néctar que yo mismo había invocado, una vez lo hube degustado y las manos de Gabriel hubieron acariciado mi semblante, me di cuenta de que nuestros ánimos estaban bastante más apaciguados, como la calma después de la tormenta.

Habíamos terminado.

– Oh, Ciarán... – Suspiró Gabriel cuando ascendí hasta su torso y busqué complicidad en sus brazos, que se cerraron sobre mi espalda. Me abrazó con fuerza, haciéndome estremecer con su cálida piel.

– Te quiero, Gabriel, ahora lo sé, hermoso mío... Ahora sé que te quiero y deseo a partes iguales.

– Yo también te amo, Ciarán... No te puedes hacer una idea; todas estas semanas se ha estado debatiendo en mi interior el dilema de querer ser poseído por ti y una parte de mí así lo deseaba... Pero debiste entenderlo, tengo fe en nuestro Dios; y quiero servirle...

– La castidad es algo difícil, Gabriel. Sabía que un cuerpo como el tuyo no tardaría en entregarse a alguien... Eres demasiado bello, ¿sabes? Algunos dicen que el amor puede ir acompañado de puro afecto pero yo creo que es mucho más importante tener momentos como este; el placer y el amor van unidos de la mano... Así he intentado mostrártelo esta noche. – Me tumbé yo entonces a su lado, boca arriba y automáticamente se aferró a mi cuerpo. Apoyó su rostro en mi pecho; su mano recorrió mi torso, parándose sobre mis pezones. Lo besé en la frente, creyendo de verdad que llegaría a morir de amor por aquel chico.

– Al principio tenía vergüenza de mí mismo y de lo que estaba haciendo...

– Lo sé.

– Pero luego me he sentido renacer bajo tu cuerpo, Ciarán. Me has tratado con violencia pero con pasión y es algo que jamás había sentido; tú me has enseñado algo demasiado valioso... No sé, no era consciente de mis propios instintos e impulsos, no sabía que yo pudiera gemir de esta manera o estremecerme tanto bajo tus piernas, Ciarán... Me alegro de haber llegado contigo hasta el límite, de haber preservado mi virginidad sólo para ti...

– Te adoro, Gabriel... – Su lengua jugueteó con la mía durante unos instantes y sus dientes mordisquearon mis labios, que se derritieron al tacto. – Quizás me he propasado en algunos momentos pero realmente he creído sucumbir ante la depravación que me causaba la visión de tu cuerpo húmedo y desnudo... A partir de hoy, iré a tus aposentos todas las noches; quiero penetrar todas las madrugadas en tu cuerpo, Gabriel, hacerte estremecer y gemir...

– También es mi deseo que lo hagas, Ciarán; no importa si vivo en pecado. Si es contigo, me da igual violar mi castidad. Quiero yacer contigo siempre, que me hagas tuyo y me acaricies mis partes íntimas; pues bien sabes cuánto te necesitan. Quiero sentirte dentro de mí; quiero que tu gigantesca calidez destroce mis entrañas; realmente es muy voluminosa, me gusta mucho... Dios... Ha sido algo tan intenso, tan excitante, tan lujurioso... ¿Cómo pensé algún día que viviría toda mi vida exento a tal sensualidad, a tal delicia? Ahora comprendo que es imposible, tal y como tú decías, Ciarán.

– Te amo; te amo, Gabriel... Te adoro... – Repetí en sus oídos, sin pausa, pues quería convencerle de que, efectivamente, todo mi ser latía por él. Sonrió; ¡qué bello estaba en aquel momento!

– No me dejes nunca. Quédate para siempre conmigo...

Acaricié su entrepierna, que aparecía tranquila. Él gimió con una sonrisa y me miró de una forma muy expresiva.

– Me gustaría volver a hacerlo contigo; pero ahora me es imposible. He de volver al monasterio.

– ¿Ahora?

– Sí, pero no te preocupes porque mañana te recibiré en mis aposentos del claustro. Y volverás a hacerme estremecer, ¿de acuerdo? Como esta noche, como si fuese mi primera vez.

Continué friccionándole sus genitales largo tiempo mientras él cerraba los ojos; yo no quería que se fuera y supongo que tampoco era su deseo. No obstante, la alborada podría irrumpir en cualquier momento y si Gabriel no estaba en su catre a la hora de los rezos matutinos, podría meterse en un buen lío.

Gimió y sentí su pene empinarse de nuevo al tiempo que su vello se erizaba. Quise enterrarlo en mi boca pero mi amado monje se dio cuenta y me hizo parar, divertido.

– En serio, debo irme... – Se rió con una fresca risa en mi oído, que me hizo estremecer de puro gusto. Tanta juventud en ese cuerpo, marchando por esas venas, en esos ojos... Lo amaba de veras.

Lo besé con ahínco en la boca repetidas veces, introduciendo mi lengua con pasión.

– Está bien; pero no quiero negativas después, ¿eh?... – Se abrazó a mí.

– De acuerdo... Y ahora, ¿serías tan amable de desatrancar la puerta para que pueda irme?

Me dirigí en cueros hacia la entrada mientras él se colocaba sobre su piel su túnica con capucha, rasgada y con agujeros. Sentí habérsela arrancado con tanta fuerza.

– ¿Cómo? ¿Sabías que la había asegurado y no me has dicho nada durante toda la noche? ¿Aún sabiendo que podría violarte repetidas veces y no dejarte marchar? – Abrí la puerta y Gabriel salió a la calle, volviéndose ligeramente hacia mí.

Juntó sus labios con los míos y ambos los agitamos de forma brusca hasta que creímos caer asfixiados; despegarme de su lengua y su húmeda caricia fue algo duro. Él sonrió.

– Bueno, quizás era porque, a pesar de que lo sabía, quería que me desvirgases... Tal vez eres el único que ha sabido despertar mis más primitivos deseos.

– No me arrepiento de haberte forzado en algún momento, Gabriel. – Le aseguré, atrayendo su cintura hacia la mía. Nuestras caderas quedaron juntas y le hice sentir el bulto que descansaba entre mis piernas, el enorme bulto que había abarcado en su boca, la gran prominencia que había sentido morir al penetrar en su interior. Fue un contacto exaltado.

– Y yo me alegro de haber venido; y de haber sido reticente a tus caricias porque he disfrutado entonces más de ellas... No me arrepiento de haberme entregado a ti, como tampoco me arrepiento de haber sentenciado mi voto de pureza; a partir de ahora, mi cuerpo sólo te pertenecerá a ti.

– Gracias, Gabriel... Te quiero. Te necesito...

– Y yo a ti, Ciarán... Ven, abrázame; bésame como antes has hecho.

Los segundos pasaron y de nuevo pensé que iba a ahogarme en su boca. Percibí las manos de Gabriel sobre mi entrepierna, que lo llamaba a gritos y quise volver a llevarlo al catre, pero él se negó con vehemencia. Me mordió el mentón y todo el cuello sucumbió al tacto del músculo de su boca.

Yo seguía desnudo; mi protuberancia reveló sentirse en plena forma para otra sacudida y las manos de Gabriel la manosearon sin pausa. Vi en sus ojos el destello de la voluptuosidad mientras intentaba masturbarme con amor y la fascinación que le causaba mi propio pene. Me sentí desvanecer de puro gusto al tener a tan bello joven a mi lado, pendiente de mi cuerpo en todo momento.

Él cerró la puerta. Me obligó con la mirada a tumbarme en el suelo; él se quitó la túnica y volví a quedarme extasiado con la contemplación de sus genitales, su cintura, su torso y su precioso rostro. Perdí la noción del tiempo y de lo que hacía; no me esperaba a un Gabriel tan cálido en aquel momento, pensaba que mi violencia al hacerle mío antes lo habría dejado exhausto. Se sentó sobre mis caderas que ya lo esperaban ansiosas y todo su cuerpo se echó sobre el mío. Me susurró:

– No hagas ninguna pregunta... No digas nada; quiero sentirte otra vez... Ah...

– ¿No puedes esperar a mañana? – Le pregunté con los ojos entrecerrados.

– No... – Respondió escuetamente con una sonrisa. Se abalanzó sobre mi boca y me obligó a mordisquear todo su torso mientras él gemía por encima de mi cabeza. Comenzó a excitarse sobre mi cuerpo sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo. – Penétrame... Vamos, con más violencia que antes, si cabe. Quiero que me hagas el amor hasta el límite, Ciarán... Ah... Te deseo, mi amor... Ugh... Deseo masturbarte... Dios… Ah…

En esos momentos le dejé hacer; que fuese él quien investigase la totalidad de mi esencia masculina y se sintiera a gusto con sus propios movimientos íntimos. La verdad es que yo lo deseaba tanto como él a mí y fue muy rápido todo, por parte de ambos; nuestros cuerpos se pusieron de acuerdo y se encontraron con una maestría casi innata.

Pasaron los minutos y perdí el control bajo mi adorado religioso.

Tendido boca arriba, yo mismo observaba cómo Gabriel se movía, marcaba su propio ritmo por primera vez sobre mis caderas que ardían bajo sus nalgas; sus cabellos se agitaban de acuerdo a los movimientos de su cuerpo, balanceándose hacia delante y atrás. Sus oscuros ojos apuntaban al techo y su flequillo anaranjado se sacudía sobre su sudorosa frente.

Mis manos sujetaron su rostro y lo acariciaron con arrobo, en una marea de gemidos tan sonora que creí que la habitación que había quedado pequeña para albergar nuestros dos cuerpos encendidos. Su menudo pene reposaba sobre mi vientre y lo así con mi mano; su mirada reflejaba pasión cuando la paró sobre mis ojos. Su frente estaba sudorosa, como el suave torso desnudo que se sacudía sobre mi pubis. Friccioné con ganas, ahogándome por momentos; apenas notaba la solidez del suelo en el que estaba apoyado. Sólo me concentraba en mi adorado Gabriel, en su miembro erguido al que deseaba apresar entre mis labios y dientes con furia y en sus movimientos, que cada vez eran más confiados.

Su busto subía y bajaba constantemente con los dos sonrosados pezones erguidos. Se los pellizqué y él se deshizo en un conjunto de roncos gozos.

Poco después, los dos jadeábamos al unísono, gimiendo de puro placer y delectación, como si estuviéramos muriendo. No me di cuenta en el momento pero poco después descubrí que Gabriel, un poco más erguido que de costumbre, estaba comenzando a alojar en su interior mi voluminosa rigidez, ayudándose de una de sus pequeñas manos; sus jugosos labios dejaron escapar un dulce gemido mientras la hacía penetrar en la oquedad, con lentitud. Yo no intervine de ningún modo, lo hizo él sólo y creo que fue más fácil que la primera vez.

Le llevó su tiempo acostumbrarse al tamaño de nuevo; esbozó una pequeña mueca de dolor cuando sus suaves nalgas se asentaron sobre mis caderas y entonces comprendí que ya estaba completamente dentro. Gabriel era delicado y temí hacerle daño pero él me tranquilizó cuando me dirigió una sonrisa triunfante y cargada de deseo y le dejé moverse a su ritmo y gusto.

Comenzó a hacerlo suyo. Se acomodó sobre mi pubis, fijando las rodillas en el suelo, a ambos lados de mi cuerpo e irguió su torso. Sus nalgas seguían en tensión a causa de mi pene e intenté calmarlas. Las sujeté y las sacudí de atrás hacia delante, indicándole a Gabriel que el dolor pronto pasaría. Mi rígido miembro disfrutó con el movimiento y fraternizó con la abertura sagrada de Gabriel. Él solo siguió con los movimientos cuando yo no le ayudé y me estremecí de puro gusto cuando su cuerpo se adaptó a ese violento intruso que amenazaba con destrozarlo; dominó mi rigidez con sus dos protuberancias hambrientas y lo sepultó entre ellas, zarandeándolo en la oquedad sagrada,

Gimió una sola vez lastimeramente, como si le doliera.

Pero luego se agitó sobre mi pubis, hasta el último rincón de mis genitales vibraron al son de sus jadeos y sacudidas. Lo instigué con mis consejos y el acató mis órdenes sin dudar.

–Más fuerte, Gabriel... Muévete más... Oh, si... Más...¡Ah! ¡Más, Gabriel! Ah...

– Te amo, Ciarán... Ah... ¡Ah, ugh…!

Yo le dejaba hacer; yo también disfrutaba acariciando con mis dos manos el propio pene de Gabriel sobre mi vientre, que latía, cálido y erecto, a punto de explotar. Su eyaculación, su sabrosa secreción estaba ya próxima y jadeé de delicia, masturbándolo. Cada vez más profundo, más hondo; Gabriel aullaba con fogosidad y no con dolor, me excitaba con su aguda violencia, como si no tuviera suficiente con mi enorme miembro rígido en su interior, desgarrándole.

Comenzó a arquearse. Bramó voluptuosamente. Se apoyó sobre mi pecho con las palmas de las manos y empezó a agitar sus caderas, separándolas un poco de mi ardiente entrepierna y luego volviendo a juntarlas con ella. Mi colosal pene entraba y salía de él con tenacidad, firme y abultado, sin pausa; sentí cómo irrumpía en la oquedad y llegaba hasta el fondo, luego salió humedecido y volvió a encajarse en el interior. Una vez tras otra. Creí morir.

– ¡¡Penétrame, atraviésame, Ciarán...!!; no pares... Aahhh...Más... Más adentro; penétrame... ¡Destrózame! ¡Te amo, Ciarán! Oh, Dios... Ah...¡ah!

Temí causarle dolor. Pero Gabriel no se lamentó y yo perdí el control de mi mismo y comencé a retener sus nalgas contra mi pubis, empujando entonces contra ellas, haciendo que Gabriel cerrase los ojos y chillase con más fuerza.

– ¡Oh, si!... ¡¡Ciarán; así, así!!... No pares, por lo que más quieras... Ahh... ¡¡Fóllame!!... Ugh... Más, por favor, más... Fóllame...Ah... Te necesito, te necesito... oh... Penétrame; no me abandones...

Cargué con brusquedad, violentamente. Él me recibió, arqueándose. Se despegó de mí durante unos instantes, dejándome con la miel en la boca y protesté. Pero él sonrió y se acomodó sin previo aviso sobre mi pecho, inclinándose hacia delante. Su precioso miembro estaba más inflamado que nunca, vertical y delicioso. Latía, hinchado. Quise mordisquearlo y pedirle a Gabriel que lo introdujera en mí, que me penetrara a mí también. Que cabalgara sobre mí, que empujara fuerte y embistiera sin pausa, pues quería sentir algo que hacía tiempo no había percibido.

Pero no dije nada.

Gemí después, al comprender cuál era el propósito de mi libidinoso monje. Se recostó hacia delante más; su entrepierna cálida casi rozaba mi rostro y recibí su protuberancia con mi lengua, indicándole el camino de entrada. La volví a acariciar con mi músculo húmedo; lo sentí venirse y me preparé.

Descargó su fogosidad momentos después, derramando el sagrado fluido como un manantial que brota de las entrañas de la roca. Clamé para mis adentros mientras lo tragaba y él se sacudió con más tenacidad, sudando.

– Oh... Si... – Gimió, mirando hacia el carcomido techo. Dejó que mi boca se cerrara sobre su paralización un poco más, antes de sacarla con rapidez.

Nunca jamás un hombre había disfrutado tanto conmigo como Gabriel parecía estar haciendo.

Volvió a buscar mi erecto pene, que se enaltecía sobre el resto del vello púbico más abajo de mis caderas y con una violencia irrefrenable, se acopló a él, en la misma postura que antes. Jadeó, mirándome con sus labios carmesíes y lujuriosos. Sus nalgas empujaban contra mi ardiente piel y se hizo dueño de mi enorme rigidez a su voluntad otra vez, zarandeándolo como él quería, hasta llevarlo al fondo, a la máxima profundidad.

Jadeó, húmedo, mientras retozaba sobre mis caderas y se inclinó hacia delante, gozando, en el preciso instante en que yo no podía aguantar más y mi gigantesco miembro se venía por segunda vez dentro de él. Me envolvió el sudor y sentí mi inflamación liberándose con furia, aun cuando la seguía empujando hacia Gabriel; gimió sonoramente y me miró con una mezcla entre lascivia y ternura. Mi semen lo encendió; me pareció increíble la cantidad de energía que llevaba en el cuerpo.

Mi cuerpo voluptuoso inició las últimas sacudidas; con un solo movimiento, le di la vuelta a Gabriel y quedó tumbado boca arriba en el suelo. Me abalancé sobre él y embestí, cabalgando y penetrándolo fogosamente como malamente pude entre sus muslos blancos y salpicados de mí, que temblaban, muy separados, en la altura a causa del placer. Sus mirada húmeda y libidinosa me encendió; me pidió que continuara entre jadeos carnales y lujuriosos.

No pude más; ya no sabía de qué otra manera contentarle así que aparte de llenar su interior con mi experimentada rigidez y mi cálido semen, sostuve la suya en mi mano y lo masturbé obsesionadamente, sin pausa, mientras empujaba hacia su interior en aquella extraña postura.

Fue la apoteosis del momento. El delirio, el frenesí y el arrebato se dieron cita en nuestra segunda culminación, mucho más intensa que la anterior aunque ambas dos habían sido igual de apasionantes. No me podía creer mi suerte.

Lo penetré por última vez, hasta el fondo; él gimió levemente y me recibió en su pecho. Todo su cuerpo volvía a estar mojado, resultado de nuestra sensual experiencia desesperada; había arrastrado a Gabriel conmigo tan fuerte como había sido capaz, intentando hacer que él se sintiera tan colmado que renunciara a estar con cualquier otro hombre después que conmigo.

Apagué sus gemidos con un febril beso que perduró durante largos momentos. Mi pene se volvió extenuado dentro de su interior, se tranquilizó pero no lo retiré de allí, pues se estaba extraordinariamente cálido dentro de su abertura sagrada que tantas veces había profanado. El suyo también comenzó a abatirse, supongo que por cansancio, no sin antes emitir una diminuta cantidad de semen que recogí con mis dedos. La llevé a mi boca y después la compartí abiertamente con Gabriel a través de nuestros anhelantes músculos húmedos. Estaba deliciosa; él me sonrió, cansado.

– Perdona mi violencia... – Me dijo. – Aunque ahora me será más fácil aguantar el día que se me presenta sin tu compañía; ven mañana a la noche. Te estaré esperando en la capilla de San Erynald.

– Abrázame otra vez y te dejaré marchar.

Luego de haber sentido sus diminutos pezones contra los míos, mucho más maduros, se levantó. Gimió cuando su entrepierna se despidió con una sacudida placentera de mi gran pene; después de haberlo abarcado durante muchos momentos durante la noche, lo miró con una especie de adoración ciega, con los ojos nublados por el deseo y le plantó un húmedo beso en la punta, en el glande. Yo le revolví sus cortos cabellos anaranjados.

Volvió a colocarse la túnica.

Se giró, pero no hizo falta decir nada; además, no creo que hubiera podido contestarle pues yo no esperaba visitas aquella noche y, sin duda, la llegada de Gabriel había cambiado el rumbo de esta misma hasta convertirla en algo demasiado sensual como para recordarlo sin acariciarse o enajenársele la mente a uno.

Se despidió con un movimiento de manos; cerró la puerta.

Y yo seguí tendido en el suelo, demasiado exhausto para levantarme. Volví a lamer mis dedos y la esencia de Gabriel regresó. Gemí, acariciándome.

Había sido una de las mejores veladas de toda mi vida; excitante, erótica y preciosa, con la compañía de aquel a quien yo amaba y deseaba, de aquel joven al que no le había importado consagrarse a un hombre mucho mayor que él. Cierto era que muchas mujeres me consideraban atractivo pero ninguna me había llamado lo suficiente... En cambio, Gabriel sí que lo había hecho, desde su inocencia y castidad.

Jadeé, recordando sus movimientos sobre y debajo de mi cuerpo. Repetí en mi mente cada una de las imágenes que me habían encendido, cada sensación recibida por parte de aquel virgen a quien había tomado y llevado hasta dos orgasmos, cada uno perfecto a su manera.

Era mío; lo tenía claro, no quería compartirlo con nadie y, era raro en mí, pero sólo quería yacer con él. Poco me importaban el resto de los hombres de los burdeles si tenía a mi religioso Gabriel latiendo por mi cuerpo, gimiendo sobre mí.

Comencé a arder. Seguí masturbándome.

Al día siguiente volvería a verlo desnudo, a profanarlo... Y cada jornada se haría mayor, su cuerpo se desarrollaría como debía hacerlo, sería todo mío, un muchacho joven y atractivo que para muchos era extraño debido a la palidez de su tez y al tono rojizo de sus cabellos.

La verdad es que para mí era perfecto... Y él vivía solo y por mí; yo le enseñaría los entresijos de la vida íntima, de los momentos en pareja, de los secretos de nuestro cuerpo...

Gemí; mi pene se enarboló con violencia mientras mis experimentadas manos friccionaban su gran y cálida superficie. Pensaba sólo en Gabriel; sólo en él. Si antes me había masturbado en mi soledad, teniendo presente al monje como un sueño inalcanzable, ahora me proporcionaba placer a mí mismo teniendo en cuenta que el joven estaba enamorado de mí, me amaba y se había consagrado a mí, había violado su propio código de conducta.

– Oh... Gabriel... – Suspiré; echaba de menos su fogosa abertura donde poder hacer colar mi protuberancia rígida. Seguí zarandeándola. – Mi bello Gabriel... Ah... Gabriel... Te necesito sentir... Ugh... Quiero penetrarte... Mañana a la noche te haré sentir más... Oh, Gabriel...

No sé cuanto tiempo permanecí allí, ni cuantas veces mi cuerpo se estremeció al recordar cada uno de los momentos vividos. Sólo sé que me masturbé en solitario durante largo y tendido tiempo, hasta caer extenuado. Me dormí allí mismo.

Y a la mañana siguiente me desperté con los rayos tardíos del amanecer invernal. El campo, los animales y mis compañeros me esperaban para completar una dura jornada en la monotonía del campesinado.

Pero ahora tenía algo por lo que trabajar y alegrarme. Conté las horas que faltaban para el anochecer, para la hora en la que el monasterio apaga sus luces y todos sus habitantes caen dormidos: unas quince horas, más o menos.

Sería difícil aguantar tanto tiempo sin verle... Pero bien sabía yo que la espera merecería la pena.

Me lavé un poco, despejándome. Desentumecí mi cuerpo, me vestí y acudí con todos mis bártulos a la plaza del pueblo. No pude borrar la sonrisa de mi boca en todo el día.

El Autor de este relato fué _Samael_ , que lo escribió originalmente para la web https://www.relatoscortos.com/ver.php?ID=8286&cat=craneo (ahora offline)

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